lunes, abril 03, 2006

Capítulo 43: La ínsula

Desde lo alto de sus respectivas velas, Arrigo Murillo y Lady Anna fueron los primeros en captar la borrosidad que iba formándose desde el norte. Era similar a una niebla común, pero sin el tono blanco que adquiere el vapor común. En la larga experiencia del gitano como avistador, aquel fenómeno tampoco se parecía a las luces de San Telmo, ni a la aurora, ni siquiera a las falsas visiones producidas por la falta de sueño. El sol empezaba a acercarse a la línea del horizonte, pero la borrosidad parecía atenuar incluso este hecho. Haciendo un esfuerzo mental al que Arrigo no estaba acostumbrado, llegó justo antes de avisar a Edrik, a una conclusión diferente: Lo que al principio parecía una borrosidad podía parecer más bien una oclusión de la mente. Una dispersión, como una droga, que te impedía captar --pensar, incluso-- con claridad. Cuando al fin llamó al contramaestre, este ya se hallaba en la borda de estribor, alternando la vigilancia hacia todas partes. Hacia el sur-sureste, las goletas seguían acercándose.
También Barbas se hallaba en cubierta, limpiando y plegando una gran red de pesca. Una decena y media de hombres, entre los que se incluía el mismo Arrigo y un hermano suyo, de nombre Kardo Murillo, habían sido elegidos para separarse del Rapsodia en cinco barcas. En ellas cargarían además cinco cañones, arribar a una ínsula, armarlos y, dada la señal, disparar contra sus perseguidores. Podía decirse que en aquel momento todo se hallaba dispuesto a excepción de la isla, de la que no había ni rastro. El mayor de los gitanos suspiró, y empezó a descolgarse por el entramado de cuerdas del velamen como hacía cada vez que tenía que comunicarse con la cubierta.
No sabía qué esperaba el maestre. Tal vez oir un temblor, ver nublarse el cielo, relámpagos, y un dios haciendo crecer una isla delante mismo de ellos. O un volcán inmenos, burbujeando, sobresaliendo, y enfriandose para que ellos pudieran montar su parafernalia.
Iba a decirle a Edrik que allí empezaba a no distinguirse nada, cuando reparó en Barbas, que había dejado su quehacer con la red. Parecía haberse convertido en estatua, la mirada perdida en el horizonte. Fue en aquel momento cuando el gitano miró hacia el oeste y tambien él quedó helado.
Un momento antes no había nada en más de treinta millas. Debido a la borrosidad, no estaba del todo seguro, pero hubiera jurado que en el mar no había el mínimo atisbo de nada en aquella dirección. Y ahora... las dos montañas gemelas se alzaban imponentes delante de ellos. Sin rayos ni dioses, ni volcanes, ni ninguna mierda espactacular.
--¡Maestre! --El maestre, que no había dejado de mirar hacia la proa puesta en el norte, se giró hacia el avistador. -- ¡Mirada a estribor!
La isla quedaba lo suficientemente cerca como para distinguir la playa estrecha de arena blanca, sin palmeras, e inmediatamente después, la espesura tropical. No se distinguían construcciones ni de madera ni de piedra. Una montaña no muy alta y de dos picos coronaba aquella visión de tierras vírgenes, y hacia ellas fueron botadas las barcas ya cargadas cada una con su cañón y sus tres tripulantes. Para sorpresa del gitano, Barbas iría en la misma navecilla que él con la misión de hacer, si se lo ofrecía el destino, alguna carta de la ínsula. La extraña mujer que había pronosticado la aparición de la isla se quedaría con Edrik en el Rapsodia, que no variaria el rumbo un solo grado para no dar pistas de nada a sus perseguidores de Golden Sunrise. Los pesados cañones serían disimulados, junto con el resto de las barcas, con sabanas azules.
Con el rojo crepúsculo como un telón de fondo, cinco nabes de incógnito se fueron adentrando poco a poco en una isla en una isla de la que pocos sabían, entre otras muchas cosas, que iba a ser la última tierra firme que algunos chafarían.