miércoles, abril 19, 2006

Capítulo 45: Cañones preparados

La rata de Barbas fue la primera en pisar la blanca arena de la isla. Miró hacia las cumbres gemelas con las ultimas luces del día, la espesura virgen de debajo, olisqueó, se atusó los bigotes y temerosa volvió a la barca. Solo cuando el mestizo Emonga, Arrigo y el propio Barbas salieron a toda prisa para empezar a montar el cañón, el roedor dejó la naveta con movimientos inseguros.
A derecha e izquierda, cuatro barcas más con tres hombres cada una, iban llegando y desplegándose con el orden caótico del que solo algunos lobos de mar podían hacer gala: Tres cañones en el golfo de dura roca madre, con amplias vistas al este. Otro mirando al norte, en un montículo en el límite de la espesura. El cañón de Emonga, Arrigo y Barbas quedaba al resguardo del golfo, a unos treinta pies sobre la fina arena de manera que la luna menguante que empezaba a alzarse apenás los alcanzaba. Desde allí tenían un ángulo de visión hacia el este, sureste y sur, aunque su posición tambien era la más comprometida y fácil de ver.
De espaldas a la inexplorada selva, los bucaneros no tardaron en levantar los cañones para llevarlos de la barca al puesto de disparo. De vez en cuando oían graznidos, cantos de aves y ruidos de bestias que solo podían imaginar. Una vez, el grito grave similar al de un simio pasó cerca de los marineros y se perdió hacia el mar.
Cuando al fin hubieron terminado y la necesidad de adentrarse en la espesura se hizo evidente, los sentidos --y sobre todos ellos, el sexto-- empezaron a captar otra cosa, parecida al olor del temor. No había muchas estrellas aquella noche. Chasquidos de alguna rama lejana.

--Si aun te quedara vista, viejo, te diría que observaras- dijo Arrigo. Barbas oteó en el horizonte plano del océano, para acabar distinguiendo, pese a su edad, el debil replandor que solo una embarcación como la de sus perseguidores podía provocar. --Ese Mc Corck no alcanzará el Rapsodia antes del amanecer, así que no nos queda otra que ver qué guarda esta jodida isla.
El anciano asintió grave, y observó como la rata se movía inquieta sin alejarse mucho de su dueño. "No eres la única a quien esto le da mala espina", pensó, y por un momento tubo la certeza de que el roedor había captado a la perfección sus pensamientos. "Una rata lista, sí señor".
El mestizo Emonga fue quien empezó en aquel momento a dar las primeras voces de mando.
--¡Escuchadme bien! Podemos ir en grupos de tres tal como estamos ahora, con una antorcha por grupo y sin alejarnos demasiado entre nosotros. Cuando la luna esté en el cénit todos volveremos a las barcas, así que no os alejeis mucho... ¿Dónde está Arrigo?
Nadie respondió esa pregunta, ni falta que hacía. Inmediatamente, algunos miraron hacia la alta maleza, donde ya casi se había perdido la claridad de la antorcha que el gitano había prendido. Emonga blasfemó entre dientes, rió, y acabó lo qeu iba a decir:
--Sí alguien encuentra algo, que silve para que el resto acuda en silencio. Si es herido, que grite. Si es apresado, que blasfeme. Si es perseguido... entonces que el diablo lo ampare.