jueves, mayo 18, 2006

Capítulo 47: La fuga de Arrigo

La luna se elevaba demasiado lentamente entre las siluetas de la espesa jungla de aquella isla. El calor era sofocante, de esa forma que hace brillar de sudor las pieles. Los aullidos débiles y extraños que habían oído desde las barcas se habían ido convirtiendo en un organizado rebufar de bestias. Cuando una de ellas bramó en la distancia --el rugido de un oso que se ahoga en su propia sangre--, la mirada de Arrigo reflejó la luna creciente por unos instantes, y después volvió a apagarse.
Eran bárbaros, como los que el gitano había visto una vez lanzarse a la mar en toscas balsas desde el norte. Gente salvaje; pero había algo mas. Rebuscando desde su alta posición en los ramajes de algo parecido a un sauce, con una herida en la ingle que se negaba a cerrarse, el mayor de los Murillo buscó con la mirada algo que solo había vislumbrado por el rabillo del ojo.
Algo que por algún motivo le había hecho recordar a otra persona que de buena fe había de estar descomponiendose en el fondo del mar, y había dado por llamarse Hammurabi, capitán del Coloso.
Aquella gente eran uténticas moles armadas que más se asemejaban a las bestias salvajes que a la gente civilizada, pero pronto percibió que la manera de moverse de aquella gente tenía mucho que ver con el temor a algo que por fuerza tenía que ser un jefe o un depredador mayor. Un depredador, sentenció interiormente, más grande. Y solo Hammurabi podía ser apenas más grande. De hecho... Arrigo recordó en ese momento la primera impresión dada por el gigantesco capitán: el de un ogro, aunque era evidente que no lo era. Su mente, sin embargo, no pudo evitar pensar en un ogro verdadero dándo órdenes enfurecido. Eso era lo que había creído ver por el rabillo de ojo.

El gitano se había abierto paso desde los cañones recien montados, con la antorcha encendida para permitir que sus compañeros lo persiguieran. En realidad hubiera bastado con distanciarse un corto trecho antes de esconderse, pero pronto se percató de que no estaban solos en la isla. Fue una suerte que aquellos hombres como osos se mostraran en un principio tan sorprendidos como él en el repentino encuentro, y el ágil pirata aprovechó la ocasión para clavar la alfange en las costillas de uno de ellos. Sin embargo, eso no fue suficiente y tubo que retorcer la espada para maximizar destrozos. La brecha no tardó en manar sangre como un caño, pero aquél hideputa no dió en caerse rendido. El bárbaro agarró con una mano enorme la espada que tenía clavada, y con la otra le pegó un revés a Arrigo que lo estampó contra un árbol. Lo siguiente fue danza infernal donde tres o cuatro cazadores perseguían al gitano. Entre otras heridas, la de mas importancia fue la causada cuando una hachuela vino a rasgar toda la piel cercana a la ingle, pero no cortó ningún tendón ni músculo y el gitano acabó pronto encontrando la manera de seguir avanzando por un plano donde los bárbaros nunca podrían alcanzarle: las copas de los árboles, tan parecidas a las arboladuras de su querida Putafosca.

Desde que descubriese que había un traidor en el barco, su plan para sacar tajada de la situación había ido viento en popa, pese a haberse convertido muy seguramente en el principal sospechoso del Rapsodia. Fue en Trewnio donde descubrió un infiltrado intentando colarse en el rapsodia: un muchacho que no tardó en perder la vida cerca del muelle de carga antes de confesar que venía de parte de una famosa bruja.
Poco después embarcó aquella muchacha, y Arrigo no podía augurar más que una nube negra a su alrededor. Su frialdad leal no podía esconder, a ojos de alguien como el gitano, las intenciones de vender la joya más grande del barco. La pregunta entonces era la siguietne ¿Cuál era esa joya que alguien buscaba con demencia? La respuesta quedaba reducida a las siguientes posibilidades: La vida del capitán;, la caja misteriosa que era guardada en el más estricto secreto, y que era custodiada por Edrik; por último, el medallón que tras matar a Hammurabi debía estar en las manos de Tim. Que los avatares del destino hubieran querido que el capitán no poseyera el medallón era un mal mnor, dado que sus perseguidores no tendrían constancia de este hecho. El hermano mayor de los Murillo se decantó por la caja. Era esa caja la que llevaba sujeta en la espalda, y ni siquiera había tenido tiempo de abrirla. Por su bien esperaba que el contenido --vivo o inerte-- no fuese especialmente frágil.
Sin embargo, ahora no estaba tan seguro sobre la traición de Neria. Mientras ella desaprobechaba una tras otra las oportunidades de vender al capitán, a la Cosa o cualquier información, ahora un nuevo polizonte bajo el manto de un esclavo tenía todas las papeletas de ser el agente de un usurpador. Y no solo eso, sino que aquél que había vendido el esclavo había de buscar el maldito lo-que-fuese. A él debía acudir en medio de la noche mientras todos los otros estaban en la isla buscándole.

En estos razonamientos se hallaba cuando una silueta terrible pasó por debajo de él para reunirse con los bárbaros. Estos callaron de inmediato, y algunos de postraron ante él. No era para menos: aquella era la silueta de un monstruo. La de alguien que bien podría ser el padre o el hermano mayor de Hammurabi. Tal vez, un ogro de verdad.